¿Sabía realmente lo que hacía?
Para empezar, no debería estar ahí... Si los otros se daban cuenta...
final. El peso de la costumbre. “¡Deja de racionalizar así!”, le había dicho uno, incluso. No se daban cuenta. Necesitaban esa droga para aguantar, una ponzoña lenta que condensaba la fuerza de sus víctimas y hacía hervir la sangre, para encenderla mejor.
Otros vasos yacían, vacíos, en la basura.
¿Cómo podían seguir así las cosas? ¿Qué hacía el Estado? Suicidios anodinos se perpetraban cada día sin que las autoridades hicieran nada. Si era el único... ¡Pero no! Eran tantos, los que quemaban su vida, los que abrasaban sus nervios para ganar en velocidad, en viveza, para sentirse vivir... Mientras, la muerte esperaba en la sombra que el líquido letal actuara por completo. Nada, no hacia nada, por supuesto, no existían medios para combatir al dios negro cuando todos lo reclamaban... El gobierno se remitía a la fuerza de la mayoría, a la voz del pueblo. Siempre el viejo principio: pan y circo. Y un opio tan barato...
La fatalidad había impuesto su tácita ley. El dios negro reinaba y nadie ni siquiera pensaba en alzarse en contra de su sangre pútrida que confería fuerza... y muerte.
Sin saber realmente por qué, pensó un rato en Romeo y Julieta en su cripta, luchando contra la virulenta ponzoña que les llevaba y los abrazaba en un último beso mortal. Y en Lucrecia Borgia, que tantas ofrendas hizo a la segadora.
Luego observo el tótem del dios negro, que cada edificio —público o privado— debía tener. Este árbol de frutos prohibidos: líquidas orquídeas quemando las gargantas y carcomiendo sus entrañas; cenizas negras convertidas en lágrimas de los más sombríos nubarrones, como el pecado que uno no podía dejar de beber sabiendo que iba a calentar el corazón por un breve momento, antes de los inevitables remordimientos, el agua de una lluvia nocturna que, al llenar su copa, creaba infinitas y ciegas profundidades. Algunos sin embargo imaginaban ver el porvenir en aquellas insondables tinieblas.
“La muerte para todos... Ya es el único futuro que se puede leer”, pensó.
Bebió un trago, lentamente, para saborear el gusto de la ponzoña, sentir su energía embriagarle un instante y sacarle un instante de su vida a cambio, disimuladamente.
Sus ojos erraron por el hall casi desierto. Nadie parecía preocuparse por su suicidio a fuego lento.
Luego pasos decididos y rápidos resonaron en el hall.
Era su superiora. Una expresión al principio sorprendida tomó forma en su cara, pero en seguida plasmó en sus rasgos una máscara severa. Él no debía estar aquí. Ella, en cambio, venía cuanto antes para rendir homenaje al dios negro, sin tener que dar cuenta a nadie.
“Lo necesito para aguantar”, decía ella como para disculparse, “si no me hundo”.
Se dirigió recto hacia el tótem, pero como él se encontraba justo delante y no parecía querer moverse, lo rodeó para hacerle comprender que su presencia le molestaba.
Él quedó ahí, inmóvil como una piedra, mirando el fondo de su vaso medio vacío, vacilando.
La impaciencia era sumamente visible en los rasgos de su superiora. Esperó a que el tótem quisiera tenderle uno de sus frutos podridos, licuefactos, y lo tomó con delicadeza de entre sus dedos barnizados.
Estuvo a punto de hablar, abrió la boca para respirar, iba a empezar… Y nada salió. Había tomado conciencia de una verdad absoluta, pero ¿para qué tratar de explicarle? Los ojos de su superiora hablaban sobradamente de su adicción a la ponzoña. No podría comprender el alcance de sus revelaciones...
Era lo mismo para lo fieles del otro culto, que estaban dispuesto a bajar veinte pisos para encender, como unos cirios mortuorios, sus palitos de cáncer en el exiguo y ahumado templo que se les había reservado.
¿Qué podía decir? ¿Cómo alzarse en contra de eso?
Se dirigió hacia la basura y echó su vaso medio vacío. El gusto amargo a muerte llenaba todavía su paladar.
Su superiora lo miró de arriba abajo con un aire casi agresivo, como si hubiera blasfemado. Una verdadera incredulidad se adivinaba detrás de su nerviosismo y de su antipatía.
—¡De verdad, o no te entiendo o eres un vago! Te tomas un descanso así sin pedir permiso y, además, ¿tiras tu café?
Para empezar, no debería estar ahí... Si los otros se daban cuenta...
En cualquier caso, sus pulsiones sombrías le hicieron bajar. Ahora tenía que asumir la inconsecuencia de este acto y acabar aquello por lo que vino.
El vaso en su mano, hundía la mirada en el líquido negro. Y Sócrates bebió alentadamente la cicuta. ¿Y él? ¿Estaba listo para morir? Iba a jugarse la vida, la muerte al beber su ponzoña... Se aproximó a la basura... Los otros no se planteaban ese tipo de preguntas filosóficas: bebían, puntofinal. El peso de la costumbre. “¡Deja de racionalizar así!”, le había dicho uno, incluso. No se daban cuenta. Necesitaban esa droga para aguantar, una ponzoña lenta que condensaba la fuerza de sus víctimas y hacía hervir la sangre, para encenderla mejor.
Otros vasos yacían, vacíos, en la basura.
¿Cómo podían seguir así las cosas? ¿Qué hacía el Estado? Suicidios anodinos se perpetraban cada día sin que las autoridades hicieran nada. Si era el único... ¡Pero no! Eran tantos, los que quemaban su vida, los que abrasaban sus nervios para ganar en velocidad, en viveza, para sentirse vivir... Mientras, la muerte esperaba en la sombra que el líquido letal actuara por completo. Nada, no hacia nada, por supuesto, no existían medios para combatir al dios negro cuando todos lo reclamaban... El gobierno se remitía a la fuerza de la mayoría, a la voz del pueblo. Siempre el viejo principio: pan y circo. Y un opio tan barato...
La fatalidad había impuesto su tácita ley. El dios negro reinaba y nadie ni siquiera pensaba en alzarse en contra de su sangre pútrida que confería fuerza... y muerte.
Sin saber realmente por qué, pensó un rato en Romeo y Julieta en su cripta, luchando contra la virulenta ponzoña que les llevaba y los abrazaba en un último beso mortal. Y en Lucrecia Borgia, que tantas ofrendas hizo a la segadora.
Luego observo el tótem del dios negro, que cada edificio —público o privado— debía tener. Este árbol de frutos prohibidos: líquidas orquídeas quemando las gargantas y carcomiendo sus entrañas; cenizas negras convertidas en lágrimas de los más sombríos nubarrones, como el pecado que uno no podía dejar de beber sabiendo que iba a calentar el corazón por un breve momento, antes de los inevitables remordimientos, el agua de una lluvia nocturna que, al llenar su copa, creaba infinitas y ciegas profundidades. Algunos sin embargo imaginaban ver el porvenir en aquellas insondables tinieblas.
“La muerte para todos... Ya es el único futuro que se puede leer”, pensó.
Bebió un trago, lentamente, para saborear el gusto de la ponzoña, sentir su energía embriagarle un instante y sacarle un instante de su vida a cambio, disimuladamente.
Sus ojos erraron por el hall casi desierto. Nadie parecía preocuparse por su suicidio a fuego lento.
Luego pasos decididos y rápidos resonaron en el hall.
Era su superiora. Una expresión al principio sorprendida tomó forma en su cara, pero en seguida plasmó en sus rasgos una máscara severa. Él no debía estar aquí. Ella, en cambio, venía cuanto antes para rendir homenaje al dios negro, sin tener que dar cuenta a nadie.
“Lo necesito para aguantar”, decía ella como para disculparse, “si no me hundo”.
Se dirigió recto hacia el tótem, pero como él se encontraba justo delante y no parecía querer moverse, lo rodeó para hacerle comprender que su presencia le molestaba.
Él quedó ahí, inmóvil como una piedra, mirando el fondo de su vaso medio vacío, vacilando.
La impaciencia era sumamente visible en los rasgos de su superiora. Esperó a que el tótem quisiera tenderle uno de sus frutos podridos, licuefactos, y lo tomó con delicadeza de entre sus dedos barnizados.
Estuvo a punto de hablar, abrió la boca para respirar, iba a empezar… Y nada salió. Había tomado conciencia de una verdad absoluta, pero ¿para qué tratar de explicarle? Los ojos de su superiora hablaban sobradamente de su adicción a la ponzoña. No podría comprender el alcance de sus revelaciones...
Era lo mismo para lo fieles del otro culto, que estaban dispuesto a bajar veinte pisos para encender, como unos cirios mortuorios, sus palitos de cáncer en el exiguo y ahumado templo que se les había reservado.
¿Qué podía decir? ¿Cómo alzarse en contra de eso?
Se dirigió hacia la basura y echó su vaso medio vacío. El gusto amargo a muerte llenaba todavía su paladar.
Su superiora lo miró de arriba abajo con un aire casi agresivo, como si hubiera blasfemado. Una verdadera incredulidad se adivinaba detrás de su nerviosismo y de su antipatía.
—¡De verdad, o no te entiendo o eres un vago! Te tomas un descanso así sin pedir permiso y, además, ¿tiras tu café?
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1 comentario:
mu weno, m ha gustado mucho,le echare un vistazo al pinche aqi. hace tiempo q qiero pillar un buen libro d ese estilo, al igual q un libro q m de miedo d verdad
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