Don Vicente tenía una edad indeterminada. Los sabios del lugar decían que rondaba los sesenta años pero incluso alguno se aventuraba a confesar que luchó en la guerra civil. ¿Qué bando? Eso nadie lo sabe o se atreve a decir. Lo cierto es que en el pueblo que lo vio nacer, Alcalá de Guadaira, un pueblecito cercano a Sevilla, que hasta tiene castillo, era un hombre respetado, si no mirado puesto que poca gente se acercaba a él, ya fuese por su mal olor o por su mala estampa. En lo segundo una falta total de incisivos convertía una sonrisa suya en el peor de los augurios que un andaluz se pudiera encontrar por la mañana. No se sabe cuándo ni cómo perdió esos dientes pero curiosamente el alcalde dio cierta comparecencia en el pleno con un brazo en cabestrillo el mismo día en que los vecinos se percataron del cambio bucal de don Vicente. Pensar en cómo pudo acercarse tanto al señor alcalde es todavía una incógnita por desvelar, al igual que el por qué no fuera detenido. Existen varias teorías entre ellas la de un gusto sexual un tanto atípico que podría ser catalogado como una nueva variante de fetichismo, que por aquel entonces era muy extendida entre los chavales del Paraíso, nuestra plaza.
Y es que llegados a este punto les debo comunicar el motivo de narrar la historia de don Vicente. Soy aquel niño que como seguro recordarán hace nueve años desapareció durante días y fue encontrado cuando nadie creía en mi supervivencia. Es decir, don Vicente es mi héroe y no es ni rubio, ni hace pesas, ni tan siquiera se le conoce DNI, aunque mejor no adelantar acontecimientos. Vestía como cualquier hombre de la calle, o sin eufemismo, como cualquier vagabundo. Aunque si he de ser sincero, por aquel entonces este nombre no representaba para mí nada más que el vecino que había muerto ahorcado al enterarse el pueblo de que se beneficiaba al director de un famoso colegio, profesor por cierto de Conocimiento del Medio de uno de sus hijos, y el protagonista de la aclamada, y traducida hasta al gaélico, canción de Vicente:
Pero me estoy olvidando de un protagonista clave en nuestra historia: Lucero. No hay una gran persona sin un fiel acompañante y como don Vicente daba miedo incluso al resto de mendigos sólo le acompañaba su perro fiel. Lucero era un clásico ejemplar de la gran raza autóctona, el chucho mestizo, altamente valorada y de pedigrí con solera. En una primera impresión para el no entendido en la materia, podría pensarse que su aspecto huesudo corresponde a la ausencia de una dieta equilibrada y falta de vitaminas pero nada más lejos de la realidad. Dicho aspecto es la consecuencia lógica de siglos de evolución en el chucho alcalareño, capaz como ninguno de mimetizarse con el entorno en caso de peligro bajo la apariencia de un perro atropellado en descomposición. ¿Y qué decir de su sistema inmune? Mientras que muchos perros en casas bien amuebladas, con perfecta higiene, morían por un simple resfriado, nuestro chucho tenía tal concentración vírica y bacteriológica que estos virus y bacterias vivían en constante guerra por hacerse con el control mientras a él le dejaban en paz. Todo un avance para la ciencia. Aunque como cualquier gran can tenía sus peculiaridades puesto que aseverar al ciento por ciento su fidelidad era cuanto menos un tanto excesivo. Lucero solía abandonar a su dueño para sus pequeños affaires. Y es que el can de don Vicente era el terror de las perras del lugar, tanto las perras caninas como las adolescentes de alto contenido en tintes capilares y adornos áureos de gran número de quilates, por las que tenía una verdadera predilección, contándose un sinfín de restregones genitales en la gran variedad de pantalones blancos, rosas o rojos de las ornamentadas chicas. No le importaba el color, no era un chucho exigente. Pero lo que hacía rabiar más aún a los frustrados dueños no era cuando cogían a sus perritas sino cuando la mascota en sí era un macho. La mitad de los pastores alemanes y galgos del pueblo habían sido violados consentidamente y la otra mitad sin consentir en algún momento de sus vidas. El frenesí de Lucero no tenía límites y sin saber cómo siempre salía vivo cuando un dueño lo pillaba en el acto. Lo curioso es que querían matar al perro, pero ninguno se preguntaba por qué sus perros se dejaban coger. Reprimidos…
Fue justamente en una ocasión en que Lucero se quedó pegado a una perrita salchicha con toda su, ejem, se lo pueden imaginar, dentro de ella, cuando conocí en persona a don Vicente. Es algo muy normal entre los perros, no se vayan a pensar. A veces eso se cierra y no le da tiempo al perro a poner pies en polvorosa. Puede que sea un mecanismo femenino para evitar el posterior abandono masculino, rasgo que gracias a Dios no compartimos con los canes. El problema de tal desliz es que la perra era mi Cleo, una virgen inmaculada hasta aquel día. Pero hay que decir que don Vicente se portó como todo un caballero. Nada más ver la vil acción, se acercó a la congestionada pareja y sin mediar palabra arremetió a bastonazos, inmisericorde ante los lloros de Lucero, la zona genital hasta que lograra al fin la feliz separación conyugal. ¡Y sin demanda de divorcio ni nada! Aunque supongo que el dolor genital en muchos casos suele ser el mismo. El caso es que Cleo saltó automáticamente a mis brazos y como buen dueño sin dejar de acariciar su lomo me dispuse a pedir explicaciones a mi congénere pero tras ver asomar su hueco bucal replanteé mi decisión. A Cleo se le curaría rápido, pero mi brazo quizá tardaría un poco más. Al cabo de un rato mirando al suelo, me percaté de que ya se había marchado y suspiré aliviado. Giré la cabeza a derecha e izquierda para ver si estaba cerca. Nada, sólo yo y mi perrita Cleo. Al disponerme a llevarla a casa para comprobar si necesitaba una cura pisé algo con el pie derecho. Me agaché y lo recogí. Era como una especie de mini pulsera hecha con cuero marrón y un par de cascabeles tan gastada que tendría una cantidad de años considerable. De nuevo volví a mirar pero don Vicente había desaparecido.
Y es que llegados a este punto les debo comunicar el motivo de narrar la historia de don Vicente. Soy aquel niño que como seguro recordarán hace nueve años desapareció durante días y fue encontrado cuando nadie creía en mi supervivencia. Es decir, don Vicente es mi héroe y no es ni rubio, ni hace pesas, ni tan siquiera se le conoce DNI, aunque mejor no adelantar acontecimientos. Vestía como cualquier hombre de la calle, o sin eufemismo, como cualquier vagabundo. Aunque si he de ser sincero, por aquel entonces este nombre no representaba para mí nada más que el vecino que había muerto ahorcado al enterarse el pueblo de que se beneficiaba al director de un famoso colegio, profesor por cierto de Conocimiento del Medio de uno de sus hijos, y el protagonista de la aclamada, y traducida hasta al gaélico, canción de Vicente:
Vicente mata la gente.
Con un cuchillo
mata los grillos.
Con una pala
mata las vacas
y con un hacha las cucarachas.
Con un cuchillo
mata los grillos.
Con una pala
mata las vacas
y con un hacha las cucarachas.
Pero me estoy olvidando de un protagonista clave en nuestra historia: Lucero. No hay una gran persona sin un fiel acompañante y como don Vicente daba miedo incluso al resto de mendigos sólo le acompañaba su perro fiel. Lucero era un clásico ejemplar de la gran raza autóctona, el chucho mestizo, altamente valorada y de pedigrí con solera. En una primera impresión para el no entendido en la materia, podría pensarse que su aspecto huesudo corresponde a la ausencia de una dieta equilibrada y falta de vitaminas pero nada más lejos de la realidad. Dicho aspecto es la consecuencia lógica de siglos de evolución en el chucho alcalareño, capaz como ninguno de mimetizarse con el entorno en caso de peligro bajo la apariencia de un perro atropellado en descomposición. ¿Y qué decir de su sistema inmune? Mientras que muchos perros en casas bien amuebladas, con perfecta higiene, morían por un simple resfriado, nuestro chucho tenía tal concentración vírica y bacteriológica que estos virus y bacterias vivían en constante guerra por hacerse con el control mientras a él le dejaban en paz. Todo un avance para la ciencia. Aunque como cualquier gran can tenía sus peculiaridades puesto que aseverar al ciento por ciento su fidelidad era cuanto menos un tanto excesivo. Lucero solía abandonar a su dueño para sus pequeños affaires. Y es que el can de don Vicente era el terror de las perras del lugar, tanto las perras caninas como las adolescentes de alto contenido en tintes capilares y adornos áureos de gran número de quilates, por las que tenía una verdadera predilección, contándose un sinfín de restregones genitales en la gran variedad de pantalones blancos, rosas o rojos de las ornamentadas chicas. No le importaba el color, no era un chucho exigente. Pero lo que hacía rabiar más aún a los frustrados dueños no era cuando cogían a sus perritas sino cuando la mascota en sí era un macho. La mitad de los pastores alemanes y galgos del pueblo habían sido violados consentidamente y la otra mitad sin consentir en algún momento de sus vidas. El frenesí de Lucero no tenía límites y sin saber cómo siempre salía vivo cuando un dueño lo pillaba en el acto. Lo curioso es que querían matar al perro, pero ninguno se preguntaba por qué sus perros se dejaban coger. Reprimidos…
Fue justamente en una ocasión en que Lucero se quedó pegado a una perrita salchicha con toda su, ejem, se lo pueden imaginar, dentro de ella, cuando conocí en persona a don Vicente. Es algo muy normal entre los perros, no se vayan a pensar. A veces eso se cierra y no le da tiempo al perro a poner pies en polvorosa. Puede que sea un mecanismo femenino para evitar el posterior abandono masculino, rasgo que gracias a Dios no compartimos con los canes. El problema de tal desliz es que la perra era mi Cleo, una virgen inmaculada hasta aquel día. Pero hay que decir que don Vicente se portó como todo un caballero. Nada más ver la vil acción, se acercó a la congestionada pareja y sin mediar palabra arremetió a bastonazos, inmisericorde ante los lloros de Lucero, la zona genital hasta que lograra al fin la feliz separación conyugal. ¡Y sin demanda de divorcio ni nada! Aunque supongo que el dolor genital en muchos casos suele ser el mismo. El caso es que Cleo saltó automáticamente a mis brazos y como buen dueño sin dejar de acariciar su lomo me dispuse a pedir explicaciones a mi congénere pero tras ver asomar su hueco bucal replanteé mi decisión. A Cleo se le curaría rápido, pero mi brazo quizá tardaría un poco más. Al cabo de un rato mirando al suelo, me percaté de que ya se había marchado y suspiré aliviado. Giré la cabeza a derecha e izquierda para ver si estaba cerca. Nada, sólo yo y mi perrita Cleo. Al disponerme a llevarla a casa para comprobar si necesitaba una cura pisé algo con el pie derecho. Me agaché y lo recogí. Era como una especie de mini pulsera hecha con cuero marrón y un par de cascabeles tan gastada que tendría una cantidad de años considerable. De nuevo volví a mirar pero don Vicente había desaparecido.
8 comentarios:
Jejeje me ha sido imposible no recordar a Platero...
jejeje supongo que sí, y mira que juan ramón jiménez era onubense XD
to weno el texto , lo mejor el ppio. he d pensar q cleo es mi linda e inmaculada chloe o solo es una coincidencia.
m encanta la forma d redactar, m leer platero q aun no ha caido en mis manos
Feni, Cleo es una perra salchica. Platero y yo es muy cortito y precioso, estás tardando!!!
en cuanto m acabe lo q tengo entre manos
...vale entonces cuando te acabes de menear el manubrio, vete a la biblioteca a sacarte el libro XD
tremendo!!
no me has defraudado
es más
hay algunas caidas k madre del amor hermoso!!
keremos la continuación ya!!
^^
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