02 diciembre 2009

Ese impracticable sexo acuático, por Pandora


¿Por qué siempre que tengo por delante una noche especial acabo en urgencias? Bueno... siempre no, pero sí en un alto porcentaje de las veces. Es frustrante. Como dice mi compañera Julia: cada vez que me quito las bragas soy un peligro, incluso para mí misma. Os cuento. Resulta que el otro día conocí a Eduardo, uno de esos tipos que ya están en vías de extinción: atractivo, culto, inteligente, recién aterrizado en los cuarenta, con pasta, mucho mundo... ¡y divorciado! Parecía diseñado para mí. Y como tonto no era, él también se dio cuenta y me invitó a cenar en su pedazo de casa de la sierra.

Al segundo de llegar ya sabía que yo había nacido para vivir así: un sinfín de habitaciones y baños, una cocina de ensueño, una terraza desde la que mirar las estrellas, un salón con chimenea y una pequeña piscina climatizada desde cuyas cristaleras se contemplaba todo el valle

—-"Pandora, quiero bañarme contigo", me dijo al oído mientras bailábamos junto al fuego.
Así es que yo, que he visto muchas películas, me temo, le guié de la mano en su propia casa, le desnudé de la forma más sensual que supe en la penumbra de la piscina, mientras él me quitaba la ropa, y nos deslizamos en el agua caliente entregados a las caricias de estreno y los besos de todas las primeras veces.

¡Qué bien me sentía! Sexy, voluptuosa, deseada... ¡hambrienta! Así es que, pese a que el agua es un pésimo lubricante (como todo el mundo sabe), después de un rato de palabras tiernas y juegos preliminares me sentí lo suficientemente preparada para "abrirle la puerta".

—"Mmm... Espera cariño... ¿Te he hecho daño?", me preguntó al segundo intento.
—"No... -ronroneé-. Ven aquí, no te vayas... ven...".

Mientras reconducía lentamente su pene a donde yo quería que estuviera, me di cuenta de que, aunque Eduardo tenía una herramienta de un calibre nada despreciable, no era ni mucho menos tan grande como para que no entrara del todo (si lo sabré yo...). Pero oye, la noche era joven y yo me deshacía con cada una de sus embestidas, así es que me relajé mientras notaba, poco a poco, como me penetraba cada vez más profundamente. "Alguien tiene que desterrar de una vez ese viejo mito que donde mejor se folla es en el agua...", pensé.

Al rato, cansados de no llegar a donde nos proponíamos, decidimos cambiar de escenario y, cuando recogía mi ropa del suelo, reconocí (entre la estupefacción y el bochorno), pegado a mis braguitas, un salva slip. Señal inequívoca de que...

—"¡No será verdad! Joder... ¿Cómo puedo ser tan tonta?".
—"¿Qué?".
—"Uff. No te lo vas a creer... pero no me entraba bien porque tenía ¡un tampax puesto! Se me ha olvidado por completo. Madre mía, ¿dónde está?".

Y me introduje un par de dedos en la vagina haciendo añicos lo que quedaba de romanticismo, la música de violines, el clímax que nos rodeaba y la expresión de deseo en el rostro de mi amante. Porque Eduardo, ojiplático y boquiabierto, me miraba sin dar crédito a la escena: allí estaba yo, desnuda, chorreando agua, con las rodillas flexionadas, las piernas abiertas y una mano hurgando dentro de mi sexo como quien busca las llaves dentro del bolso. Tengo que reconocer que el momento no tenía nada de erótico.

—"Oye, mejor... Tienes un baño allí. A ver si, más tranquila, lo encuentras...", balbuceó al final.

Pero por más que lo buscaba, no había manera. El resto de la historia es fácil de adivinar. Eduardo cogió mi coche y me llevó al hospital, dejándome a cargo de un joven residente de Ginecología con las manos demasiado frías y una indisimulable curiosidad por mi caso.

—"¿Cómo dice que ha sucedido?", me preguntó con una mueca burlona mientras utilizaba toda la cacharrería que tenía al alcance para llegar hasta el esquivo tampax. Le lancé una mirada de odio entre mis piernas separadas por el potro. "¿Y tú qué crees?".

—"Pues follando, doctor, follando. Cosas más raras habrá visto...".

Mientras rebuscaba con la mano enguantada todo lo largo que le llegaban los dedos, me acordé de aquella vez en que a Carmen también se le olvidó que llevaba un tampón mientras su chico la penetraba entre las turbias aguas del mar en una playa de Málaga. Sólo que ella, en cuanto vio que aquello no entraba bien se acordó del asunto y, sin mudar ni el gesto, sacó el pene del muchacho y se puso a acariciarle con una mano, mientras con la otra y un tacto de relojero suizo, encontraba el tampax muchos centímetros más adentro de donde ella lo había colocado aquella mañana. Se lo sacó, lo guardó en el forro de su bikini y terminó su «polvazo» sin que nadie se diera cuenta de la operación de rescate.

Claro que Carmen no tenía entre las piernas un insistente martillo pilón como el que me había colocado a mí el tampón a la altura de las amígdalas... Por supuesto, el objeto apareció dos segundos antes de que mi solícito amante desapareciera sigilosamente por la puerta de la consulta con un "No te preocupes por mí, que me pido un taxi. Ya te llamaré yo, si eso, Pandora...".

Después de cargarme con mi proverbial mala pata la noche más romántica de los últimos tiempos (y convertirla en la más surrealista) he aprendido dos cosas. La primera es que a Eduardo, pese a parecer un regalo de los dioses, le falta mucho sentido del humor. Y la segunda, es que es más idiota de lo que parece si, por ese ridículo percance, no vuelve a llamarme. Dos semanas más tarde, creo que, efectivamente, es tonto del culo.

El que sí me llamó unos días después fue aquel simpático doctor de Urgencias, para ver cómo estaba y, de paso, supongo, satisfacer su curiosidad. Me encantaría contaros que me invitó a cenar para compensarme del mal rato, pero sería una hermosa mentira. ¿Veis? Ésa es otra lección que he aprendido: hay médicos que se toman muy en serio su juramento hipocrático, el dilema moral, la relación médico-paciente... ¡A la mierda el dilema moral! Voy a llamarlo.

3 comentarios:

Juliette dijo...

Jajajaj este me ha gustado más... jejje

ladiya dijo...

pandora no es marca de pulsera de lujo??

Julia Delgado dijo...

Pandora es la de la caja... y ya jejeje.



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