17 junio 2008

Un mundo feliz por David Gistau (otra forma de ver la Eurocopa)

Un poeta vienés lloró a la Viena violada por la entrada de los nazis cuando el Anschluss. No es comparable con aquello, pero ciertos vieneses, los que odian contemplar la Rathaus tapada a medias por la estructura de la Fan Zone y los suelos colindantes con la catedral de San Esteban pegajosos de cerveza derramada y orín, vuelven a sentir su ciudad violada, esta vez por el fútbol.

Tanto es así, que algunos cafés cercanos a la Ópera, como el Museum con sus lámparas de araña y sus terciopelos fatigados, algunas terrazas en las que las señoras bien han impuesto la moda de hacerse acompañar por un hurón como mascota, como estola viva, han colgado en las puertas carteles que avisan de que aquello es un territorio 'Fussball-Frei', liberado del fútbol. Se trata de proteger en pequeñas islas ajenas al acontecimiento el sosiego literario, aunque sea a costa de prohibir los atuendos deportivos, los cánticos y los desafíos a grito pelado.

En la inminencia de los cuartos, a esa Viena la amenaza ahora el sanfermín ambulante en que se ha convertido la 'Marea Roja': toda la chavalería española que agarra a Sissí, la arroja desde el campanario y luego la mantea. Y eso, sin tiempo a reponerse del estallido de pasión turca.

Alemanes y austriacos se sienten hermanados en una misma unidad de destino en lo universal. Y eso a pesar del pique deportivo, del partido del que sólo uno podía salir vivo. En lo que ambas hinchadas coincidieron la víspera fue en el gran enojo con que recibieron la clasificación llena de casta de la selección turca.

Alemanes y austriacos se consideran algo así como los ciudadanos Alfa en 'El mundo feliz' de Aldous Huxley. Y si los turcos son los 'Epsilon', la casta esclava estabulada en barrios que huelen a kebab, su alegría y los bocinazos durante toda la noche resonaron como una sublevación.

Un hijo de trabajadores españoles en Francia me dijo una vez que él sólo podía ser del Real Madrid, porque, en los sesenta, la única revancha de orgullo posible para la emigración eran las copas de Europa de Gento y Di Stéfano. Algo semejante les ocurrió a los turcos de Viena cuando, después de la remontada contra Chequia, hicieron el hallazgo de un blasón con el que amanecer al orgullo. Hasta los escolares de origen turco se fueron a clase el lunes envueltos en la bandera para cobrarse quién sabe qué venganzas del desprecio.

Vi el partido en un bar en el que había decenas de alemanes y austriacos bebiendo juntos y un solo turco, casi encogido en una mesa apartada. Los alemanes festejaron los dos goles checos y se mofaron del perdedor. Al turco había que verlo después del gol de Nihat que completaba la remontada: subido a la mesa, desaforado, besaba el escudo de su camiseta y cómo disfrutaba, porque por una vez, por un solo día, era él quien podía gritar y mandar callar antes de regresar a las rutinas serviciales. Para entonces, la cercana Fan Zone era una fiebre de multitudes atravesadas por la media Luna, y la noche entera perteneció a los 'Epsilon', embriagados por el 'soma' de la victoria.

Apagado el estruendo turco, los austriacos ensayaron una pasión por el fútbol que en realidad no sienten. O no, al menos, con esa agónica necesidad de redención. Mucho más ruido hacían en las calles que orillan el Danubio los hinchas alemanes, que conservan toscas actitudes arrogantes a pesar de la decadencia avejentada de su equipo. Como el hidalgo con la barba espolvoreada de migas para simular la riqueza perdida, ellos aún cantan a la 'Super-Deutschland' que fue sin reparar en la precariedad de una tradición futbolística herida en la que Ballack no llena el hueco de carácter que antaño hizo de Alemania una máquina de ganar.

Mientras desfilaban en cortejo hacia el estadio, pasaron por debajo de la noria de El Prater. Y uno recordó cuán pequeño lo veía todo desde ahí arriba el Orson Welles de 'El tercer hombre'. Turcos, austriacos y alemanes, enfermos todos de la fiebre del fútbol, reducidos todos a meras motas humanas por una perspectiva que el cine convirtió en modelo de cinismo. Pero si uno baja de la noria y no se encierra en los cafés 'Fussball-Frei', descubre que la Eurocopa palpita y que hay mañanas que se vuelven sublimes sólo porque se ganó un partido de fútbol.


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