¿Qué libro prefieren los americanos?

La última, o penúltima encuesta, dice que el libro favorito de los estadounidenses es la Biblia. En segundo lugar, 'Lo que el viento se llevó'. Tras el folletón sagrado y el sureño llegan Dan Brown ('Ángeles y demonios'), la mística medieval ('El señor de los anillos', J.R.R. Tolkien), los 'Harry Potters' de la millonaria J.K. Rollings, el bueno de Stephen King y, hummm, 'Matar a un ruiseñor' (Harper Lee) y 'El guardian entre el centeno' (J.D. Salinger).

Muchos de entre quienes votan la Biblia lo harán por fe. "Tener fe es subir las escaleras sin haber visto los últimos escalones", reza un cartelón a la puerta de una iglesia baptista en la 126. "La vida es como la escalera de un gallinero: corta pero llena de mierda", responde Vázquez Montalbán, lucido enemigo de las conferencias episcopales, ya sean de obispos o monjes budistas. Dejemos, pues, la superstición. Diseccionemos el átomo literario. En Bob Dylan (cuya imaginería rebosa Antiguo Testamento), Melville o Johnny Cash, lo religioso alimenta buena parte de su imaginario. Fueron, por filia o fobia, adhesión o reacción, alimentados por el Eclesiastés y la grieta abierta entre el sueño americano (posibilidad de reinventarse, igualdad apuntalada por la democracia) y el tajo de las diferencias raciales y de clase.

Jimmy Rodgers, la Carter Family, Faulkner, Hank Williams, La noche del cazador o Elvis Presley nacen ahí, potaje de truenos bíblicos, estatuas de sal, parrillas del sábado noche, magreos clandestinos, coros baptistas y rasgueos de una Gibson metálica. Como Estados Unidos es una sociedad laica, puedes no creer mientras, al mismo tiempo, recibes de la Biblia combustible metafórico, algo impensable en países teocráticos (Irán, etc.) y, cada vez más, en los que merced a la desertización educativa, hija del resentimiento, confunden religión y memoria y difaman su pasado. Como explica Greil Marcus en Mistery train: en el Sur, los versículos cocinaron una sentimentalidad apocalíptica y emocional, con la gente pelando su psique por medio de cánticos comunales. A lo mejor por eso, mientras los europeos dominamos la literatura doméstica y el cine socialrealista, América parió a Cormac McCarthy y El Padrino (tan preñadas de Shakespeare y, por decirlo con Harold Bloom, el Yahvista).

Más allá, Harry Potter, siendo entretenido, tiene más de cálculo empresarial que otra cosa. Comparado con R.L. Stevenson y otros titantes, el niño-mago apenas levanta un centímetro. Al menos ha puesto a leer a toda una generación, y quizá la comida de perros no deleite el estómago, pero contiene proteínas: de no envenenar, creará amantes del somillo. O tal vez no, y mejor evitar leer que esnifar bazofia. Más preocupante es que Potter ocupe el podio en la franja de edad que va de los dieciocho a los treinta. Miccionar en la cama o jalear Operación Triunfo, a los seis, resulta disculpable; hacerlo durante el doctorado requiere atención psicológica.

¿Y Brown? El más listo del redil, autor de ingenios huecos donde el truco policíaco copula con precipitados históricos, caldo de gallina antes que novela, ejemplifica la importancia de la autopromoción, el departamento de márketing y la banalización de la historia. Menos mal que Harper Lee, Salinger y King (sí, King) remontan el bajonazo.